Epístola del nombre…

Durante una mañana de frío otoño, se escuchó el llanto de una niña, la más pequeña de ocho hermanos; el pilón, como siempre dicen al hablar del último hijo. Con el paso de los días, llegó el momento de escogerle un nombre y como dijera la abuela: “quitarle los cuernos”.

Fue la elección del nombre motivo de discusión entre progenitores; esa manía del padre de  nombrar a sus hijas con la letra “M” contra la preferencia por los nombres católicos de la madre. El destino había hablado, 7 de octubre, fecha importante, Día de la Virgen del Rosario. No había elección, Rosario sería el nombre de la niña, aseveró la madre.

El padre, fiel en su afán, no permitiría que el nombre de Rosario rompiera con la armonía de su Margarita, Martha y sus dos Marías e ingeniosamente propusó el apelativo de Marcela y sabiamente justificó que ese nombre era la perfección, pues en siete letras contenía la profundidad del mar y la grandeza del cielo.

La niña creció, con el paso de los años la poesía que rodeaba su nombre desapareció. La fortaleza tuvó que salir a flote y descubrió que el nombre de Marcela, además de la belleza del mar y del cielo, tenía la grandeza de Marte, el Dios de la Guerra, como lo señala la mitología romana.

Sin duda, el nombre te marca, te define, por ello, puedo decir que soy tan fuerte como el martillo, tal como hace alusión mi nombre.











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